Empanada
- Alejandra Araya
- 9 may 2016
- 2 Min. de lectura
Pensaba que no iba a estar, era domingo y el frío de junio maquillaba de gris la mañana. Ni un pasajero. Pero no, desde el parabrisas, la vio. Era menuda. Sus ojos delataban a una mujer cansada. Sacó el boleto y se sentó mirando hacia afuera. En sus manos llevaba un paquete. Pronto, Hilario, el chofer, sabe de qué se trata: empanadas. Desde la terminal hasta donde iba la señora, queda un rato largo y, ay ay, ay, ese olor lo traslada a una parte de su vida. Desde hacía varios meses, la señora era la pasajera fija de los domingos a las 8h. Manos ajadas, rostro curtido y sereno aceptando lo que le toca. En la esquina de Libertador y Aberastain subió el Gato Pérez que, normalmente, le daba charla a Hilario y eso lo distraía. Esta vez, no hay tertulia, el Gato dice: “estoy molido” y pasa al fondo. ¿A quién iba a visitar la señora? Atento al manejo (mucho borracho los domingos a esa hora) se ha olvidado de su pasajera especial. Hilario se sentía el cochero de Cenicienta. La mujer, con su tapadito gastado y el rodete de canas bien hecho, se vestía para su mejor baile de gala. Hilario esperaba ese olor a empanadas que tanto le hacía recordar a su infancia en Cochagual. Su amigo, El Rulo Godoy, no quería salir a vender las que hacía su madre, doña Irma. -Con esas empanaditas de mierda, mi vieja quiere hacerse la américa. ¡Hay una forma más rápida! Hilario clava los frenos. Una moto y casi, casi. La memoria le ha jugado una mala pasada. Primera y el colectivo sigue. -No me gustan esas juntas, Hilario. Le había dicho su padre. La Irma no puede con el Rulo, medio atorrante le salió. Pucha, che, el viejo siempre metiéndose en sus cosas. Una noche, el Rulo con otros, lo vino a buscar para dar una vuelta. -¿Adónde vamos, Rulito? -Shh, menos pregunta dios y perdona. Entraron a la finca de los Cárdenas, no había nadie, la gente estaba en un casamiento. -¿Qué hacés, Rulo? -Dale, maricón, llevate esa bicicleta y vos, los jamones. A los días, la policía cayó a la casa y se llevó a Hilario. Tenía 14 años y zafó. Lo que vivió en la Correccional de Menores lo marcó para siempre. Veinte años han pasado. Doña Irma está tristemente vieja. Se baja en la puerta del Penal donde ya hay gente. Un policía sube y comenta: -Trifulca. No sé si habrá visitas. El día de más frío, dice el locutor de la radio. Hilario cumple el recorrido. En cada vuelta, ve a la mujer de las empanadas, sentada fuera del muro, esperando. A las 2 de la tarde, un carcelario sale y dice que se vayan, que hoy no. La Irma se sube al colectivo cuidando su tesoro. Se sienta y le pasa una empanada que, a veces, señala diferentes caminos.
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