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Carneo

  • Foto del escritor: Mariana Esquivel
    Mariana Esquivel
  • 9 may 2016
  • 4 Min. de lectura

La Adela era famosa en la Villa Italia. Todos los niños la querían mucho y aunque no tenía hijos, a su casa caían visitas de todos lados buscando un plato de comida, plata o amor. Sus carneos duraban 3 o 4 días. Se juntaba mucha gente. Había taba, truco, siete y medio y lotería. Los hombres despostaban y revolvían la sangre y las mujeres preparaban la pasta para llenar morcillas y chorizos. Hacían bondiola que guardaban en tachos de grasa y salamines con una fórmula especial y secreta que sólo conocía la Adela. De todos los chicos que le decían abuela, ella tenía una debilidad: Lucía, su niña. Los gritos del chancho levantaban los techos. Los hombres lo tironeaban de las orejas, del hocico, de una cuerda atada al cuello para subirlo a una mesa baja y firme. Lucía estaba asustada. Su madre le había dicho que se fuera con los otros chicos a jugar pero ella no quería. El animal temblaba adivinando el final de sus últimos pasos. Y llegó él cuando la víctima estaba lista. Todos lo saludaban, le abrían paso, le tocaban el hombro. El tuerto Rocamora, el hombre que iba a pegar la puñalada. En un bolsito pequeño escondido entre sus ropas traía el cuchillo de matar inocencia. Lucía andaba a los saltos con sus rulos y su muñeca de trapo. En el almuerzo había recitado la poesía a la bandera que la señorita Margarita le había hecho decir en el Acto del 20 de Junio. Rocamora había quedado tuerto después de una pelea por polleras en Chimbas. -Con un solo ojo me basta para hacer mi trabajo, decía. Sus puñaladas eran cortas y exactas. El animal quedaba seco, sin respiración. Su único ojo era la mira telescópica del arma de un sicario. La había estado mirando mientras la niña buscaba refugio en las faldas de la Adela. Era diferente a las otras nenas de siete años. Charlaba con inteligencia y respondía con sagacidad. Verla tan blanca y tan rubia le apetecía. -Listo, Rocamora, dele, ahora. El cuchillo entró en la yugular al fondo. La sangre caliente salió a chorros manchando su cara. Apenas una patada y el chancho exhaló su último aliento. El festejo de todos, el agua caliente y las manos para pelar al animal. El carneo había empezado. -La primera costilla p´al hombre del puñal. Sírvase, Rocamora. Después de cenar salió a fumar al patio donde los niños jugaban con fuego. -¡Se van a quemar! ¿Dónde están los padres de estos niños? Gritaba la Adela mientras traía las cartas. La luz de la llama la iluminó como un sol. Lucía era la aparición de la Virgen. Rocamora se pasó el revés de la derecha por la boca, pegó la última pitada y entró al comedor de la casa. -Una copita, Rocamora. -¡Pucha digo que hace frío! Deme la botella p´a calentar el garguero. Le pegó un trago al anisado que le hicieron subir las ganas. Esa noche fue el único ganador del siete y medio. Estaba contento. Pero su sonrisa se torció cuando la niña pasó dormida en los brazos de sus padres. -Hasta mañana. Nos vamos a dormir porque mañana hay que echarle trabajo al animal. -Vénganse temprano. Voy a amasar y a mi niña le gustan las tortitas. Dijo la Adela. Fue cuando Lucía andaba jugando sola. “Farolera tropezó y por la calle se cayó” -Y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel, completó el Tuerto. -¿Te sabés esa canción? -Esa y muchas otras me sé. ¿Querés que te las enseñe? -Dale. -Vení, vamos allá, detrás de la pared aquella que yo te voy a enseñar. Rocamora dio una puñalada corta y exacta metiendo su mano en la entre pierna de la niña que se quedó quieta. Nadie la había tocado ahí ¿Por qué este señor lo hacía? ¿Era malo o era bueno? ¿Por qué todos lo saludaban y lo trataban bien? La Adela andaba buscando a los chicos porque en medio del carneo les iba a repartir caramelos y globos. -¡La niña! ¿Dónde está mi niña? De la calle, el Tuerto la traía de la mano. Lucía corrió a refugiarse en los brazos de la Adela y no salió de ahí en toda la tarde. Al tercer día, vinieron unos parientes guitarreros y hubo locro con empanadas. Las mujeres andaban dobladas preparando ollas de comida. Faltaba poner los jamones en sal, hacer las morcillas de cabeza y guardar los huesos. El Chato vino con el colectivo y todos los niños se subieron para jugar. Rocamora se subió también, los echó a todos y tomando a la niña, cerró la puerta y se fue con ella al último asiento. Lucía empezó a gritar y a llorar mientras él le tapaba la boca. -¡Doña Adela, Doña Adela! ¡Lucía está llorando! -¡El Tuerto la tiene arriba del colectivo! Los niños vinieron corriendo a decírselo a la Adela mientras señalaban con sus manos heladas hacia la calle. La Adela tomó el cuchillo que Rocamora tenía en su bolsito y sin decir nada a nadie corrió a cumplir su misión. Uno nunca sabe lo que es capaz de hacer, hasta que le toca.


 
 
 

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