Novela
- Alejandra Araya
- 9 may 2016
- 3 Min. de lectura

Enterarte que el finado gorrió a la viuda con cuanta mujer se le cruzaba, es más, hasta con la esposa del íntimo amigo, no es agradable. Uno prefiere quedarse con esa parte blanqueada, más selfi que la gente quiere mostrar de sí misma, con esa arista que se pone en los discursos de los homenajes para los cuales la condición sine qua non es morirse (Andá que te hagan un homenaje en vida) O ser muy, muy viejo y no generar competencia a nadie. Yo no busco historias. Las historias me llegan, la gente me las cuenta. Represento para el público una especie de feisbuc tuitero baúl de los secretos. Todo eso junto. Como soy escritora, ando con las licencias bajo el brazo: crear verosimilitud, borrar huellas, decir que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, que se dice el pecado pero no el pecador cuando no creo en el pecado. La vida es un laboratorio en el que se prueba. El error es necesario y tan humano como la contradicción. Errores que como docente tuve que corregir una y otra vez. Muchas veces sentí que me pagaban para detectar errores. ¿O hay algo más antinatural que 30 (hasta 60) personas en una habitación aprendiendo de otra parada delante? ¿Eso es enseñar? ¿Eso es aprender? Multiplicá eso por días, semanas y años. En 10 minutos de recreo los pibes aprenden cosas más genuinas y necesarias para su evolución que en 80 minutos de clases. Estoy usando un recurso de novela tan metida que estoy terminando la que decidí escribir. Uno tira una florcita, por decirlo, al descuido y el lector, ese sin el cual nosotros no existiríamos, se afana en leer y leer porque ya viene, ya viene el hecho que conecta con aquello: el finadito gorrió a la viuda. Como con el gobierno: tiran una florcita, una medidita, un hecho: alumbrado, pavimento, alguna construcción (Diques, teatro, estadios que se usan una vez al año) para seguir escribiendo la novela (¿Los funcionarios son escritores? He escuchado discursos de una calidad literaria asombrosa) nosotros, los que estamos del otro lado, leemos, leemos porque queremos llegar al final. Queremos saber cómo termina la historia. ¿Cómo terminará esta historia? Así, más o menos se escribe una novela. Vas a un taller literario que es como ver al Leandro Cristóbal por Fox Life. Vos después querés que el paté de conejo que hace este cocinero de Café San Juan te salga igual. Y no, no te sale. Porque si lo querés hacer igual, “estás opacando tu luz interior”. Lo pongo entre comillas porque esa frase me la dijo alguien que me ayudó con mi macromambo hasta que saqué una sola cosa en claro: hay que pasarse por las pelotas lo que los demás dicen o piensan de uno. Perdón, corrijo: en mi caso es por los ovarios. Aguantame, lector, ya llego al finadito que gorrió a la viuda. Aunque no me quedan muchos caracteres porque sólo en 4500 tengo que plantear la columna y usar un recursillo que es: dejarla picando cuando en realidad tengo ganas de seguir pero no tengo más espacio. Por eso estoy escribiendo una novela que en realidad es como una ensalada, una gran ensalada de lo que me gusta y no me gusta, de mis sueños, de mis ideas y creencias, de lo que deseo leer o encontrar en un libro. También de lo que quiero y a la vez de lo que no quiero. En fin… Ale, escribí más largo. Justo cuando está en lo mejor, la cortás. Bueno, dale, yo escribo más largo, una novela escribo y la publico. ¿Vos pagarías $220 por el ejemplar? ¿Eh? Porque acá, todo muy lindo, pero muy pocos invierten un mango en los artistas sanjuaninos. El público paga una entrada de $1200 para ver un espectáculo de afuera y se le frunce el orto cuando tiene que poner $120 para ver una obra local. Idem con un cd de algún músico y etcéteras. Vamos, que de dobles discursos estoy harta. 3598 caracteres hasta aquí. No, hoy no va a poder ser, lector, lo del finadito que gorrió a la viuda. Otro día, te prometo la historia para una próxima columna. Ahora tengo que cortar, el concurso al que voy a mandar mi trabajo cierra a fin de mes y yo… ¡Tengo que terminar mi novela!
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